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Las ciudades invisibles, de Italo Calvino

Prólogo (palabras de Calvino)
“¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades. Tal vez estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles. Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se abre y se cierra con las imágenes de ciudades felices que cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en las ciudades infelices”.

Las ciudades y el deseo: Despina
De dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La ciudad es diferente para el que viene por tierra y para el que viene del mar. El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de los rascacielos, las antenas radar, agitarse las mangas de ventilación blancas y rojas, echar humo las chimeneas, piensa en una embarcación, sabe que es una ciudad pero la piensa como una nave que lo sacará del desierto, un velero a punto de zarpar, con el viento que hincha ya sus velas todavía sin desatar, o un vapor con su caldera vibrando en la carena de hierro, y piensa en todos los puertos, en las mercancías de ultramar que las grúas descargan en los muelles, en las hosterías donde tripulaciones de distinta bandera se rompen la cabeza a botellazos, en las ventanas iluminadas de la planta baja, cada una con una mujer peinándose.
En la neblina de la costa el marinero distingue la forma de la giba de un camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas manchadas que avanzan contoneándose, sabe que es una ciudad pero la piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco, y ya se ve a la cabeza de una larga caravana que lo saca del desierto del mar, hacia el oasis de agua dulce a la sombra dentada de las palmeras, hacia palacios de espesos muros encalados, de patios embaldosados sobre los cuales danzan descalzas las bailarinas y mueven los brazos, ya dentro, ya fuera del velo. Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad fronteriza entre dos desiertos.

Para seguir leyendo:

https://leerlaciudadblog.files.wordpress.com/2016/05/calvino-las-ciudades-invisibles.pdf

¿Qué es leer?, J. P. Sartre

Va este texto como  homenaje a nuestra tierna infancia,  como homenaje también  a   quienes nos leyeron historias que, poco a poco,  fuimos sintiendo  propias… relatos que esperábamos ansiosos y cuya  sucesión de palabras conocidas,  el relato «pre  fabricado», sabíamos de memoria.

 Así, poco a poco, se  despertó la  curiosidad por apresurar la tarea de aventurarnos en la lectura, de quitarle «el papel» a ese lector/lectora . 

Y pudimos finalmente  un día alcanzar, atrapar y experimentar el mundo entero con  todas sus sensaciones, a través de la palabra,  experimentarlo cercano porque  la biblioteca era  ( y es ) «el mundo atrapado en un espejo».

María Alejandra Escudier

“Anne-Marie me hizo sentar frente a ella en mi sillita;  se inclinó, bajó los párpados, se durmió. De  esa cara de estatua salió una voz de yeso. Yo perdí la cabeza: ¿quién contaba, qué y a quién? Mi madre se había ido: ni una sonrisa, ni un signo de connivencia, yo estaba exiliado. Y además no reconocía su lenguaje. ¿De dónde sacaba esa seguridad? Al cabo de un instante había  entendido: el que hablaba era el libro. Salían de él unas frases que me asustaban; eran verdaderos ciempiés, hormigueaban de sílabas y de letras, estiraban los diptongos, hacían vibrar a las consonantes dobles, cantarinas, nasales, cortadas por pausas y por suspiros, ricas de palabras desconocidas, se encantaban con ellas y con sus meandros sin preocuparse por mí. A veces desaparecían antes de que hubiera podido comprenderlas, otras había comprendido por adelantado y seguían rodando  noblemente hacia su terminación sin hacerme la merced de una coma. Seguramente ese discurso no me estaba destinado. En cuanto a la historia, se había endomingado: el leñador, su mujer y sus hijas, el hada, toda la gentecilla, nuestros semejantes, habían adquirido majestad; se hablaba de sus harapos con magnificencia, las palabras se desteñían sobre las cosas, transformando las acciones en ritos y los acontecimientos en ceremonias.

Sentí que me convertía en otro. También Anne-Marie era otra, con su aire de ciega extra lúcida; me parecía que yo era el hijo de todas las madres y que ella era la madre de todos los hijos.

A la larga terminó por gustarme ese momento que me arrancaba de mí mismo.

Acabé por preferir los relatos prefabricados  a los relatos improvisados; me volví sensible a la sucesión rigurosa de las palabras; volvían en todas las lecturas, siempre las mismas y con el mismo orden, yo las esperaba. En los cuentos de Anne-Marie los personajes vivían a la buena de Dios, como ella misma; ahora adquirieron destinos. Yo estaba en misa: asistía a la eterna vuelta de los nombres y de los acontecimientos.

Entonces tuve celos de mi madre y resolví quitarle su papel. Me apoderé de una obra titulada Tribulaciones de un chino en China y me la llevé a la habitación de trastos; allí, encaramado en una cama plegable, hice como que leía: seguía con los ojos las líneas negras sin saltar una sola y me contaba una historia en voz alta, teniendo el cuidado de pronunciar todas las sílabas. Me sorprendieron  -o hice que me sorprendieran- , lanzaron exclamaciones y decidieron que ya era hora de enseñarme el alfabeto.

Estaba enloquecido de alegría. ¡Eran mías esas voces secadas en sus pequeños herbarios, esas voces que  mimaba mi abuelo con su mirada, que él entendía que yo no entendía! Yo las escucharía, me llenaría de discursos ceremoniosos, sabría todo. Me dejaron vagabundear por la biblioteca y me lancé al asalto de la sabiduría humana. Es lo que me hizo.

Nunca he arañado la tierra, ni buscado nidos, no he hecho herbarios, ni tirado piedras a los pájaros. Pero los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca era el mundo atrapado en un espejo; tenía el espesor infinito, la variedad, la imprevisibilidad…”

Jean Paul  Sartre (1968) Las palabras. Buenos Aires, Losada

Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara

Y cargué sin dar más güeltas
con las prendas que tenía.
Jergas, poncho, cuanto había
en casa, tuito lo alcé.
A mi china la dejé
media desnuda ese día.
(José Hernández,Martín Fierro)

¿Qué fue de la mujer de Martín Fierro, esa china sin nombre ni voz que el gaucho dejó en el rancho, librada a su suerte, cuando se lo llevó la leva? Gabriela Cabezón Cámara dota de voz a la China Iron, la mujer de Fierro, para que cuente sus aventuras, su alegría por la partida de “la bestia” de su marido. Huérfana, criada y maltratada por la negra que Fierro dejó viuda, fue entregada a este gaucho en matrimonio (por haber ganado un partido de truco) y a los catorce años ya era madre de dos hijos. La China entrega sus hijos a unos conocidos y es adoptada por Elizabeth, una inglesa casada con un gringo (que se llevaron junto con Fierro) y va a la frontera en una carreta a rescatarlo para hacerse cargo de la estancia que habían venido a administrar.
Este viaje a través de la naturaleza explosiva y salvaje de la pampa expande las posibilidades de vida de la china. En la carreta se alfabetiza, aprende otro idioma, conoce la historia de Frankenstein, de Oliver Twist, la ceremonia del té y del whisky. Su visión del mundo y sus experiencias no se ajustan al estereotipo de mujer de aquellos tiempos: es fuerte, enfrenta la adversidad, es un joven muchacho inglés que se cortó el pelo y se calzó la escopeta y es a la vez la chica que se viste con enaguas y tiene sexo con Liz en la carreta.
Arriban a la estancia del Coronel José Hernández, una avanzada de la nación en el desierto, conquistando tierras y hombres, disciplinándolos para una patria necesitada de su trabajo. En un juego metaliterario, Hernández, un poeta decadente y alcohólico, recita (plagia) los versos de un gaucho cantor analfabeto que está allí: Martín Fierro, quien en una serie de versos le pide perdón a China.
El viaje sigue hasta un paraíso: el país de los indios, que no azotan ni castigan a las cautivas y cuya vida alejada del espacio de la nación y del mercado es una alternativa al orden represivo y normalizador de las estancias.
Con ritmo, humor e intensidad, acompañamos a la protagonista en un viaje de exploración de sabores, palabras, sonidos, sensaciones; experimenta el sexo deseado y el goce: “la cantidad de apetitos que podía tener mi cuerpo: quise ser la mora y la boca que mordía mi mora”.
La china Iron cuestiona y reformula no sólo la historia del poema gauchesco de Hernández, sino también los modos de escritura propios del siglo XIX, con una mirada femenina, una nueva sensibilidad que vive la alteridad no como amenaza sino como exploración, como posibilidad de aprendizaje de una perspectiva nueva, de encuentro.
Lila Tiberi

Un tal Lucas, de Julio Cortázar

Conocí este libro de cuentos por mi directora de tesis, Angelita Martínez. Un día le conté que a veces me pasa en clase que mis estudiantes me preguntan curiosidades de Brasil que yo no conozco. Brasil es un país muy grande y yo no he viajado mucho. Soy del sur y lo más conocido de Brasil fuera del territorio nacional está en centro oeste o nordeste. Lucas es un personaje argentino y en un momento le toca dar clases de español en un instituto en Francia. Lo gracioso es que el director del instituto advierte para que les enseñe la variedad peninsular, la cual Lucas no tiene la mínima idea. Me encantó haberme cruzado con la lectura de estos cuentos. Me sentí muy identificada.

Barbara Lopes

El último encuentro, de Sándor Márai

Un argumento simple: dos amigos que no se han visto en 41 años se reencuentran para develar, por fin, la verdad de un singular secreto.
El sendero que me vuelve a la lectura y relectura de esta novela me viene acompañando desde hace más de diez años. Quizás porque es el último libro (entre tantos) que compartí con mi padre y que nos quedó por comentar. Aunque me dio su primera impresión – “es el mejor libro que leí»-  no le alcanzó el tiempo para ofrecerme sus razones…
Por eso, cada vez que lo releo, me detengo en algún fragmento que, imagino, lo hubiera podido justificar. Hoy copio aquí mi último subrayado (casi estoy segura de que mi padre lo habría destacado también):
“¿Crees tú también que el sentido de la vida no es otro que la pasión, que un día colma nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo, y que después arde para siempre, hasta la muerte, pase lo que pase? ¿Y que si hemos vivido esa pasión, quizás no hayamos vivido en vano? ¿Qué así de profunda, así de malvada, así de inhumana es una pasión?… ¿Y que quizás no se concentre en una persona en concreto, sino en el deseo mismo?…Tal es la pregunta. O puede ser que se concentre en una persona en concreto, la misma de siempre, desde siempre y para siempre, en una misma persona misteriosa que puede ser buena o mala, pero no por ello, ni por sus acciones ni por su manera de ser, influye en la intensidad de la pasión que nos ata a ella…”

Guillermina Piatti