Recuperar el prestigio del farmacéutico (IV)

Nota: este es un Blog creado como ampliación de aula y especialmente dirigido a alumnos de la carrera de Farmacia y por ello nos permitimos rebloguear ciertas notas para dar visibilidad a temas que son de nuestro interés, que atraviesan cotidianamente nuestro ejercicio profesional y que suelen ser temas de discusión con y entre alumnos.

Este articulo que reblogueamos es la continuación notas anteriores escritas por Manuel Machuca, aquí va el contenido de la cuarta nota:

Hace ya muchos años, cuando la Dirección General de Tráfico introdujo la obligatoriedad de portar chalecos reflectantes en el interior de los vehículos, el colegio de farmacéuticos más numeroso de España reclamó la venta de los mismos en las oficinas de farmacia, aduciendo el carácter sanitario de dicho elemento de seguridad. Afortunadamente aquello no fue muy lejos y todo quedó en nada. Aquel presidente dejó el cargo y pudo montar la primera pseudocadena de farmacias, prohibidas por aquel entonces y aún ahora.

Muchos farmacéuticos se preguntan cuál es el límite de lo que se debe vender o no en farmacias. El tema no es exclusivo español, no vayamos a ser más críticos que nadie, basta darse una vuelta por esos mundos. Los compatriotas de Trump, el tocayo del pato Donald, defendieron la venta de tabaco en farmacias con una excusa parecida, esta vez en vez de reflectante, humeante. En muchos establecimientos de venta de medicamentos, me resisto a llamarlos farmacias, por toda Latinoamérica, que yo haya visto, la venta de tabaco, además de golosinas, muñecas (no sé si hinchables), productos de bisutería, etc., son una realidad.

Si ya desde hace muchos años se introdujeron en las farmacias productos de perfumería―llamada Dermofarmacia― o de higiene personal, esos medicamentos homeopáticos que se niega a dispensar nuestro colega madrileño y ante los que hace la vista gorda nuestra agencia gubernamental de medicamentos, en tiempos recientes, ante la cada vez más acusada caída de los precios de los medicamentos y acortamiento de las ganancias de las farmacias, cobra cada vez más relevancia la oferta de una cartera de servicios profesionales, entre los que se incluyen productos de ortopedia, servicios nutricionales y medidas diversas de parámetros bioquímicos y fisiológicos. En medio de esta crisis no son pocas las empresas, me resisto a llamarlas laboratorios, que, atentas a la crisis del sector y ávidas por aprovechar tanto los despojos del prestigio de las farmacias como la ignorancia de la inmensa mayoría de ciudadanos, independiente de su nivel social, ofertan toda una serie de productos de autocuidado con supuestos beneficios para la salud: nunca ha habido más tipos de suplementos vitamínicos que ahora (para mayores de 50, para menores, para mujeres, para hombres, para votantes de Podemos o del PP), crecepelos, productos naturales ¿? con supuestas propiedades infalibles y carentes de efectos secundarios― ¿? otra vez.

En aras de no alargar en demasía la entrada no voy a discutir estas huidas hacia adelante una por una. De todas parece deducirse que la farmacia es un establecimiento de venta de productos sanitarios, y esa es básicamente la cuestión, si la apuesta de la farmacia es ser el lugar donde se efectúen transacciones comerciales de estos productos, con el consejo subsiguiente de un profesional experto en la materia, como por otra parte se supone que hacen todos los que venden algo. Si esa es la apuesta de futuro, resulta obvio, al menos para mí, que es el producto el centro de todo―el que motiva la entrada en el establecimiento y genera el negocio― y no el profesional, y el éxito dependerá en esencia de la calidad de lo que se vende. Y sin venta no hay negocio.

En este caso, no hay profesión, o esta tiene una visibilidad mínima y supeditada al producto, ya que aunque existan grandes profesionales a título individual, el foco es el producto y el producto no genera profesión, porque es lo que es y el conocimiento que se genera lo que hace es acompañar a la venta del producto. Sí, ya sé, hay quien entra a preguntar sin llevarse nada, pero, ¿se cobra?. No, claro que no, igual que si alguien entra en una ferretería y pregunta cómo puede empalmar un cable. Lo que se paga es el cable, no el consejo ferretero.

No obstante, hay quien defiende que hay determinados servicios profesionales que se desean construir sí están orientados a los pacientes, como las medidas de parámetros bioquímicos y fisiológicos. Medidas que ya se hacen el sistema sanitario, pero que a módico precio, inferior al que otros profesionales piden, por supuesto, y más rápidos, podrían ser una fuente de negocio. Sería como el low -cost de la atención sanitaria, un Farma- Ryanair. Nuevamente estaríamos ante otro producto de venta si a estos servicios no se le añade el valor cognitivo que no da el aparato, sea un tensiómetro, un aparato de rayos X o de medicina nuclear. No es el aparato el que da el valor sino el profesional que toma decisiones a partir de la información del aparato.

¿Y qué decisiones podría tomar un farmacéutico, qué podría aportar al sistema sanitario, que debería ofrecer que no se esté ofreciendo ya y que impacte de forma trascendental sobre la salud de los ciudadanos? Pues algo que no está en ningún aparato ni en producto alguno; algo que está, o deberá estar, en su cabeza y en su corazón; algo que no se compra por leasing ni por renting; algo que sólo lo genera un cuerpo de conocimientos y una práctica basada en una mirada diferente hacia un problema real, de la sociedad y no imaginario o relacionado con el interés particular de un gremio que se resiste a cambiar.

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