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Enero, por Sara Gallardo

Allá en mi tierra es el hombre

lámpara opaca de barro

quema su vida en silencio,

después se quiebra olvidado

tiene el dolor del camino

dolor que crece callado…

                                                  Mario. O. Camacho (poeta correntino)

Dedicado a  la memoria de Leopoldo Brizuela, amigo.  

Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931- 1988). Escritora  y  periodista, quien comenzó a publicar entre los años 1950  y  1960 en un momento cuando en la Argentina se produjo,  en  estampida,  una ampliación hacia las voces femeninas en las letras como así también en el campo cultural en general.

Durante mucho tiempo su obra  quedó relegada  en el injusto olvido, sin embargo,  tuvo la dicha de ser  redescubierta y valorada  a partir  de un exhaustivo trabajo en torno a las voces  femeninas de la década del ‘ 50 llevado a cabo por Leopoldo Brizuela,  quien a su vez ,  a  través de  nuestras charlas, me introdujo en el mundo de  dicha escritora. Su obra ha sido reivindicada por Patricio Pron, Ricardo Piglia  y Samanta Schweblin,  entre otros.

Sin dudas es una escritora actual y, sin ser declaradamente feminista, esboza en su obra temas  relacionados al género. Otro rasgo de su prosa es  la capacidad para plasmar detalles que con su  observación atenta  pudo captar sobre  ciertos sectores de la sociedad argentina.

Explora de manera aguda  el desconcierto de las clases sociales,  sus maneras  de relacionarse, sus costumbres, su lenguaje. Mezquindades,  hipocresías y  debilidades conviven en lo que fuera la gran estancia argentina.

Sabe pintar con palabras la interacción  en tensión de los  hombres y de las mujeres urbanos que se instalan, desplegando su poder paternalista, en el ámbito rural. Asimismo plantea las jerarquías existentes dentro de aquel micromundo que fue la gran estancia.

A propósito de dicho ámbito, es poético el modo en que la autora nos habla de la tierra, la llanura, la extensión de nuestras pampas.  Aborda el campo con magistral ejercicio literario.

Todo ello lo podemos observar desplegado en su primera novela: Enero (1958).

¿Qué puede suceder en ese espacio aparentemente apacible? Mucho más de lo que imaginamos… ¿Qué nos presenta esta breve novela, por qué nos atrapa?

 Asistimos al relato agónico de Nefer, hija de un puestero de estancia en la provincia de Buenos Aires. La joven  fea, taciturna y   de pocas  palabras, frente  a   la bella y despabilada Alcira, su hermana, se ha encaracolado en su mundo, en su padecimiento hermético; lo que sucede a su alrededor  corre como una realidad paralela.

 Nefer, con tan solo 16 años,  tiene un secreto y  sufre en silencio y soledad. Se ha enamorado, en un episodio poco claro que quedará velado en la oscuridad para el lector  quien lo irá desovillando a partir de algunas  pistas. La joven es consciente de que “un hongo negro se hincha en su interior”, teme por su futuro hasta la desesperación. Su única compañía e interlocutores  son los pájaros; Capitán, su perro;  la brisa;  vacas y terneritos; la naturaleza toda.

Es evidente la imposibilidad  de darle voz  a esa angustia, y presenta el vínculo con el campo y con los animales como un conocimiento de otro orden capaz de funcionar como refugio ante esa falta de voz.

Su conciencia…  Nefer piensa y mucho. Se debate en qué hacer antes de que, todo aquello que sucede, sea demasiado evidente. Lo oculta, no puede expresarlo con palabras, no halla espacio a la otredad, no puede dialogar con ningún miembro de su familia. La culpa sobrevuela en su interior y es una culpa reforzada por su inocencia y al mismo tiempo por el miedo y el prejuicio. Nefer no sabe tantas cosas… ¿hasta dónde la seducción, el deseo y el sexo? ¿Existe el amor? ¿Qué es, si existe?

Con maestría Gallardo intercala el monólogo interior y el discurso indirecto libre los cuales se contaminan  para que de  alguna manera no quede todo tan claro y el lector sea partícipe activo. Accedemos así a la conciencia de la adolescente, somos testigos  de sus debates, de sus posibles soluciones al conflicto. Y  ¿cómo podría hacer Nefer para hallar una solución? ¿Cómo  “se las podrá arreglar”?

Piensa, repiensa, recuerda conversaciones y juicios, se compara, se funde con el paisaje y su ciclo natural, ella es parte de la naturaleza agresiva, sin embargo, toda posibilidad se dificulta en los límites de su  desamparo. Entonces, aumenta su desasosiego, avanza hacia la desconfianza y se  vislumbra la violencia.

“Las ricas son otra cosa. Piensa en Luisa que a esta hora se sentaría  en el comedor de la estancia. Su madre había dicho: éstas son todas iguales, se  revuelcan con cualquiera pero nadie se entera, se las saben arreglar”.

Buscará un culpable y si lo hay, para ella será el Negro, de quien está enamorada inútilmente. Es él quien  ha suscitado su deseo, su confusión y su entrega final pero ¿a quién, bajo qué circunstancia y cómo se ha entregado Nefer?

El mundo de la infancia y la breve adolescencia han  quedado atrás, esa es la única certeza.

Para finalizar traigo a la memoria  una opinión de María Rosa Lojo  quien sitúa la propuesta estética de Sara Gallardo en una serie que incorpora a las más sobresalientes escritoras del siglo XIX: Gorriti, Mansilla y Guerra quienes exploraron los vínculos genéricos  y étnicos: mujeres  y aborígenes, en el imaginario nacional.

Enero  quedará como la primera novela argentina  de amor adolescente que aborda el tema del aborto desde la perspectiva de la víctima.

                                                                              María Alejandra Escudier

Un fragmento del inicio de la novela:

“Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya  no habrá remedio- piensa  Nefer-, todos los que están aquí, y muchos más, van a saberlo, y nadie dejará de hablar.”

La angustia le nubla los ojos y lentamente dobla su cabeza, mientras con la mano arrea modestos rebaños de miguitas por el hule gastado de la mesa. Su padre acaba de decir algo sobre la cosecha y estira la mano pidiendo un repasador que enjuga por turnos manos y bocas, y que la madre le pasa, atropellando en su prisa un perro que aúlla y se refugia bajo su banco.  Al caminar, su sombra pasa sobre las de los comensales, que la luz de un farol fija en los muros.

“Va a llegar el día en que mi barriga empiece a crecer”, piensa  Nefer.

Avec quelques briques, une histoire de Vincent Godeau

Introduction
C’est l’histoire d’un petit garçon qui ne mange que des bri­ques. Il grandit et devient très fort, mais parfois des larmes qu’il ne peut retenir s’écoulent de ses yeux. En cherchant à l’intérieur de son corps, il découvre un grand château en briques enfermant son cœur… Un soir, son chagrin est si fort que les douves débordent et inondent son cœur qui devient énorme. Le petit garçon sent que ce cœur est devenu trop gros pour lui seul et qu’il lui faut le partager…
Patricia Larrús

https://www.youtube.com/watch?v=CS3h4gSBdeY

¿Qué es leer?, J. P. Sartre

Va este texto como  homenaje a nuestra tierna infancia,  como homenaje también  a   quienes nos leyeron historias que, poco a poco,  fuimos sintiendo  propias… relatos que esperábamos ansiosos y cuya  sucesión de palabras conocidas,  el relato «pre  fabricado», sabíamos de memoria.

 Así, poco a poco, se  despertó la  curiosidad por apresurar la tarea de aventurarnos en la lectura, de quitarle «el papel» a ese lector/lectora . 

Y pudimos finalmente  un día alcanzar, atrapar y experimentar el mundo entero con  todas sus sensaciones, a través de la palabra,  experimentarlo cercano porque  la biblioteca era  ( y es ) «el mundo atrapado en un espejo».

María Alejandra Escudier

“Anne-Marie me hizo sentar frente a ella en mi sillita;  se inclinó, bajó los párpados, se durmió. De  esa cara de estatua salió una voz de yeso. Yo perdí la cabeza: ¿quién contaba, qué y a quién? Mi madre se había ido: ni una sonrisa, ni un signo de connivencia, yo estaba exiliado. Y además no reconocía su lenguaje. ¿De dónde sacaba esa seguridad? Al cabo de un instante había  entendido: el que hablaba era el libro. Salían de él unas frases que me asustaban; eran verdaderos ciempiés, hormigueaban de sílabas y de letras, estiraban los diptongos, hacían vibrar a las consonantes dobles, cantarinas, nasales, cortadas por pausas y por suspiros, ricas de palabras desconocidas, se encantaban con ellas y con sus meandros sin preocuparse por mí. A veces desaparecían antes de que hubiera podido comprenderlas, otras había comprendido por adelantado y seguían rodando  noblemente hacia su terminación sin hacerme la merced de una coma. Seguramente ese discurso no me estaba destinado. En cuanto a la historia, se había endomingado: el leñador, su mujer y sus hijas, el hada, toda la gentecilla, nuestros semejantes, habían adquirido majestad; se hablaba de sus harapos con magnificencia, las palabras se desteñían sobre las cosas, transformando las acciones en ritos y los acontecimientos en ceremonias.

Sentí que me convertía en otro. También Anne-Marie era otra, con su aire de ciega extra lúcida; me parecía que yo era el hijo de todas las madres y que ella era la madre de todos los hijos.

A la larga terminó por gustarme ese momento que me arrancaba de mí mismo.

Acabé por preferir los relatos prefabricados  a los relatos improvisados; me volví sensible a la sucesión rigurosa de las palabras; volvían en todas las lecturas, siempre las mismas y con el mismo orden, yo las esperaba. En los cuentos de Anne-Marie los personajes vivían a la buena de Dios, como ella misma; ahora adquirieron destinos. Yo estaba en misa: asistía a la eterna vuelta de los nombres y de los acontecimientos.

Entonces tuve celos de mi madre y resolví quitarle su papel. Me apoderé de una obra titulada Tribulaciones de un chino en China y me la llevé a la habitación de trastos; allí, encaramado en una cama plegable, hice como que leía: seguía con los ojos las líneas negras sin saltar una sola y me contaba una historia en voz alta, teniendo el cuidado de pronunciar todas las sílabas. Me sorprendieron  -o hice que me sorprendieran- , lanzaron exclamaciones y decidieron que ya era hora de enseñarme el alfabeto.

Estaba enloquecido de alegría. ¡Eran mías esas voces secadas en sus pequeños herbarios, esas voces que  mimaba mi abuelo con su mirada, que él entendía que yo no entendía! Yo las escucharía, me llenaría de discursos ceremoniosos, sabría todo. Me dejaron vagabundear por la biblioteca y me lancé al asalto de la sabiduría humana. Es lo que me hizo.

Nunca he arañado la tierra, ni buscado nidos, no he hecho herbarios, ni tirado piedras a los pájaros. Pero los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca era el mundo atrapado en un espejo; tenía el espesor infinito, la variedad, la imprevisibilidad…”

Jean Paul  Sartre (1968) Las palabras. Buenos Aires, Losada

El azul de las abejas (Le bleu des abeilles), de Laura Alcoba

Traducción de Leopoldo Brizuela, Edhasa, 2015
En La Plata conocemos a Laura Alcoba por su Casa de los Conejos, novela que nos permitió acercarnos a la historia de la Casa de la Calle 30, en donde el terrorismo de Estado se encargó de secuestrar a Clara Anahí Mariani y asesinar a sus padres. Conocimos esa casa desde la perspectiva de una niña, la misma Laura que vivió allí, en su infancia, la puesta en marcha de una imprenta clandestina montonera.
En El Azul de las abejas, publicado 6 años después, volvemos a entrar en el universo de esa niña que tuvo que aprender sobre la clandestinidad, para vivir con ella un recorrido, un rito de pasaje que va a tomar distintas formas de desplazamiento: de La Plata a París, del castellano rioplatense al francés metropolitano, de la infancia a la adolescencia. Un exilio marcado poraprendizajes que implican necesariamente transformaciones. Para aprender a hablar una lengua extranjera, ¿qué necesitamos? ¿desde dónde la vemos? ¿desde las similitudes, o las diferencias? La narradora describe fascinada el hallazgo de cada nuevo sonido, de cada nueva vocal, como si se tratara del descubrimiento de un nuevo territorio en su cuerpo.
Pero el territorio también es el otro, la otra, le otre, y el afuera. La protagonista va a encontrarse, entonces, con la realidad de una París que no puede ser una postal, no puede ser la misma que quiere describir en las cartas que envía a sus amigas en Argentina. Con la realidad de un acento extranjero que la marca y la limita. La lengua como una barrera, sus orígenes como una barrera, y la desesperada necesidad de borrar sus huellas para pronunciar el francés como nativa. Un pasaje hacia una nueva identidad.
Sin embargo, una línea va guiando, silenciosa y desde lejos, ese camino. Aunque no se trate de una novela epistolar, Alcoba compuso su relato a partir de la correspondencia que mantuvo con su padre durante esos años en los que él seguía preso en Argentina. Fue su padre el que le propuso, desde la cárcel, compartir lecturas: él en castellano, ella en francés, fueron leyendo clásicos de la literatura francesa y comentándolos semana a semana en sus intercambios. En ese ir y venir de las letras, la narradora logra transitar los mecanismos del lenguaje que le permiten introducirse en una tradición literaria nueva, cuyo respaldo y prestigio no dejarán de acompañarla.
Por eso no debe sorprendernos que la novela haya sido originalmente escrita en francés, y traducida al español por Leopoldo Brizuela. Laura Alcoba vivió desde entonces en Francia, estudió allí, y decidió adoptar al francés como lengua de escritura. Quizás porque, en definitiva, se ha convertido en su primera lengua; quizás porque es la manera que encontró de poder hablar de un pasado demasiado doloroso como para narrarlo desde el idioma materno. Como una ventana, como un puente que le otorga nuevas posibilidades. ¿Qué son, sino, las lenguas?
Ana Kancepolsky Teichmann